Després de l'onze de setembre de 2001, res ha tornat a ser igual. El segle XX es va ensorrar amb les Torres Bessones i, amb elles, potser, una forma d'entendre la vida, optimista i desenfadada, per allò que el capitalisme ens havia ensenyat, és a dir, que els números són infinits, i també Hollywood, és a dir, que el món occidental, almenys els Estats Units, era inexpugnable... Ara tots sabem que la riquesa no és infinita, com tampoc ho són els recursos del planeta ja que, entre d'altres conseqüències de tot allò i de les polítiques que se portaven aleshores, sabem que l'Administració de George W. Bus va fer una despesa militar superior a la de tota la Segona Guerra Mundial, només amb la recerca dels culpables de la masacre i la invasió "preventiva" d'Iraq.
L'economia dels estats democràtics de quasi tot el món ha canviat, des d'aleshores, la prioritat del manteniment de l'Estat del Bennestar i les polítiques socials en benefici d'actuacions militars i policials per assegurar la pau mundial, en un context d'inseguretat econòmica i d'hegemonia de les grans multinacionals que estan acabant amb l'atomització de la xicoteta i mitjana empresa en un món cada vegada més uniforme, menys lliure i menys participatiu.
TRIBUNA: BERNARD-HENRI LEVY
El 11-S, diez años despuésLa parte que sobrevive de la internacional del terror aparece cada vez más como una organización de bandidos, incluso a los ojos de los que pretendía seducir. Esto representa un progreso decisivo
BERNARD-HENRI LEVY 11/09/2011 (El País)
Diez años después, ¿en qué punto nos encontramos?
Del Sahel a Yemen, de Nigeria a Uzbekistán, o en el Cáucaso, el cáncer terrorista no deja de metastatizarse.
Desgraciadamente, en Afganistán, los talibanes, que eran su ejército de reserva más numeroso, progresan también aprovechando la retirada anunciada por los occidentales.
Los grupos yihadistas paquistaníes que investigué en 2002 y 2003, Jahis-e-Mohamed, Lashkar-e-Toiba, Lashkar-e-Jhangvi y otros, que entonces se coaligaron en torno a la muerte de Daniel Pearl, siguen prosperando, y no solo en las zonas tribales del país, sino en Karachi e Islamabad.
Y nada nos dice que en este preciso instante, en el momento en que escribo estas líneas, un nuevo Jálid Sheij Mohámed, el arquitecto del ataque de 2001 contra las torres gemelas de Nueva York, no esté preparando otro golpe de un nuevo estilo, una especie de ataque aniversario, igual de mortífero.
Está la muerte de Bin Laden, que, digan lo que digan de la estructura descentralizada de la organización, de su red de franquicias, ha sido un golpe muy duro para ella.
Está la cuestión paquistaní, que, lo repito, está lejos de haber sido resuelta, pero, al fin, ha quedado planteada y, en cierto modo, eso era lo esencial: qué diferencia con los años de Bush, en los que había quien se obstinaba en tratar como Estado aliado, o incluso amigo, al más canalla de los Estados canalla, al que daba cobijo a los cerebros de la organización, la base de la Base, su base de retaguardia, su base de masas, su base política, ideológica, económica, financiera.
Está el mundo arábigo-musulmán, cuyos titubeos, por no decir cobardías, ya han sido bastante fustigados como para no saludar ahora la toma de conciencia de la que está siendo escenario. Todo comenzó con los facebookers de Túnez y El Cairo, que descubrieron que había otra solución para la juventud del país, que no la confrontación aterradora y, en el fondo, cómplice, de la dictadura y la yihad: ¿qué es eso que ha dado en llamarse "primavera árabe", sino -según la hipótesis más pesimista- la reducción del yihadismo al rango de una ideología entre muchas, de una ideología perdida entre las demás, marginada y, lo que es más importante, privada del aura de la que disfrutaba cuando pretendía valerse de todo el prestigio que traen de la mano la radicalidad, la audacia y el monopolio de la oposición a las dictaduras de turno? Y continuó con los rebeldes de Bengasi, que descubrieron con estupor el rostro de un Occidente del que, según habían oído desde pequeños, solo podían esperar que les chupase la sangre y, de pronto, les tendía la mano, los salvaba de una masacre anunciada y los ayudaba a liberarse de un yugo que ellos asumían como invencible: creo que la guerra de Libia es el primer golpe -y un golpe probablemente fatal- contra esa idea del "choque de civilizaciones" que, antes de ser norteamericana, fue una idea de los Locos de Dios y, a partir de ahí, el terreno, el caldo de cultivo, la argamasa de sus organizaciones terroristas. Por esta razón la considero como una antiguerra de Irak, lo contrario de esa especie de castigo colectivo, de réplica, que quería ser también la guerra estadounidense en Bagdad, así como un acontecimiento decisivo en términos históricos.
No digo que la partida haya terminado, sino que ha cambiado de naturaleza. Y que ahora tenemos los medios y el valor necesario para librar esta batalla, esta operación policial planetaria que va a consistir en aislar cada vez más los últimos focos del terror; y lo haremos juntos: los moderados del mundo arábigo-musulmán aliados con los occidentales. Al Qaeda ha perdido.
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La década que alumbró el ocaso
Diez años después del 11-S, Al Qaeda ha fracasado en su objetivo y EE UU es un país más seguro, pero la superpotencia no ha podido evitar entrar en declive
ANTONIO CAÑO - Washington - 11/09/2011 (El País)
Es difícil decidir si el mundo cambia en un instante o los grandes momentos históricos son solo el exponente de un proceso largo y profundo que discurre en su mayor parte invisible. Cuesta determinar si el 11-S transformó Estados Unidos o fue el catalizador de un declive ya inevitable desde antes. Los 10 años transcurridos desde aquel ataque han corroborado, en todo caso, que la gran superpotencia se agota. No solo sufre para seguir asumiendo en solitario su papel de guardián universal de los valores que defiende, sino que pierde terreno en la competencia con otras naciones en un nuevo siglo que deja de ser exclusivamente americano.
No es eso mérito de los terroristas que estrellaron los aviones. Estados Unidos no ha perdido la guerra contra el terrorismo. Quizá no la ha ganado, ni nunca lo hará porque proponerse exterminar el terrorismo es como proponerse acabar con el mal, una causa perdida de antemano. Pero este es un país más seguro hoy que hace 10 años, mientras que los terroristas que lo atacaron están al borde de la extinción y su líder, Osama bin Laden, muerto. Al Qaeda no doblegó a EE UU ni, a la larga, ha debilitado su sistema democrático. Al Qaeda fracasó en su misión y ha sido derrotada militar, política y moralmente, como demuestra, entre otras cosas, el reciente alzamiento popular en el mundo árabe.
Sin embargo, existe una conexión entre el ataque del 11 de septiembre y el comienzo del declive norteamericano que no es solamente circunstancial y que resulta esencial para comprender la situación de este país 10 años después. Primero es necesario, no obstante, establecer, en los términos apropiados, la decadencia ocurrida en este periodo.
En estos 10 años, también la sociedad norteamericana se ha modernizado interiormente, ha crecido el respaldo popular a causas como la protección del medio ambiente o el matrimonio entre homosexuales, y ha sido testigo de una impresionante movilización política de los jóvenes que permitió la elección del primer presidente negro de la historia del país, Barack Obama.
Los progresos son evidentes en otras áreas sociales, culturales, económicas y políticas: la comunidad hispana está mejor integrada -una latina ocupa por primera vez un puesto en el Tribunal Supremo-, ha crecido extraordinariamente el índice de lectura gracias a la implantación de los soportes electrónicos, la renta per cápita de los norteamericanos ha aumentado en más de un 25% y, pese a la actual etapa de división partidista, el sistema democrático ha sabido regenerarse después de unos primeros años en los que la Administración de George Bush lo puso contra las cuerdas.
Pese a todos estos éxitos, la hegemonía de EE UU es hoy menor que hace 10 años. No exactamente por lo sucedido entonces, como decíamos antes, pero sí vinculado a aquello.
Una humillación así exigía una respuesta contundente, y el encargado de ejecutarla fue un presidente que encontró en ello la razón para imponer un proyecto y una ideología particulares. Nadie podía pararlo. Internamente, casi un 60% de los norteamericanos estaban en ese momento dispuestos a sacrificar sus libertades a cambio de la seguridad que Bush les prometía. Externamente, la fuerza militar de EE UU era incontenible, y en esa oportunidad contaba, además, con la justificación de quien actúa en legítima defensa. Podía haber hecho, literalmente, cualquier cosa que le hubiera venido en gana.
Aquello parecía, sin embargo, insuficiente para compensar la afrenta recibida, y el Gobierno encontró en el cajón un proyecto previamente diseñado para invadir Irak y derrocar a Sadam Husein con la excusa de que, en aquellas circunstancias tan adversas, EE UU no podía convivir con el riesgo de un régimen de esa naturaleza al que acusaba de tener armas de destrucción masiva. Pese a demostrarse la falsedad de ese dato, tanto Bush como su vicepresidente, Dick Cheney, han seguido, en recientes biografías, reivindicando la necesidad de esa guerra, con el argumento de que el mundo sería mucho más inseguro si Sadam Husein hubiera seguido en el poder.
En esas guerras, particularmente en la de Irak, EE UU enterró más que hombres y mujeres: enterró también su prestigio como nación. Cuando Obama asumió la presidencia, la mayor parte de los europeos consideraba a EE UU una mayor amenaza para la paz mundial que cualquier régimen árabe. En países esenciales para la estrategia norteamericana, como Turquía, la popularidad de EE UU bajó del 20%. En el conjunto del mundo musulmán, la guerra de Irak y la reacción norteamericana al 11-S generó un movimiento de simpatía hacia las ideas de Al Qaeda que solo pudo ser contenido, años después, cuando se produjo un relevo en la presidencia en Washington y quedó claro que la mayoría de las víctimas de Al Qaeda eran musulmanas y que la opresión de los árabes no venía del otro lado del Atlántico sino desde las capitales de sus propios países.
Aún peor que el error de las guerras fue la obsesión por la seguridad. Aunque los políticos norteamericanos presumen de que sus compatriotas supieron vencer al miedo, es innegable que EE UU se sintió vulnerable después del 11-S y que ese sentimiento de vulnerabilidad colectiva se trasladó a cada uno de los individuos hasta el punto de transformar sus vidas. La cotidianidad de los estadounidenses se llenó de códigos de seguridad naranjas o rojos. Cada viaje se convirtió en una penitencia de controles y riesgos. Periódicamente, esta o aquella ciudad se ve todavía soliviantada por una amenaza de atentado, real o exagerada. El país vive en una especie de alerta continua ante enemigos ocultos que esperan la menor distracción para hacerle daño.
El resultado es que EE UU empezó este siglo con superávit presupuestario y hoy acumula un déficit de 1,5 billones de dólares y una deuda de más de 14 billones. En su discurso ante el Congreso esta misma semana, el presidente Obama advirtió, en alusión a la situación económica, que "es necesario establecer prioridades porque simplemente no podemos hacerlo todo".
La alarma económica no llegó, sin embargo, hasta que en 2008 no se produjo la quiebra del sistema financiero y el estallido de una crisis cuyos flecos todavía se sienten hoy. Probablemente el peor efecto a largo plazo de esa crisis es la desconfianza que generó hacia el sistema en el que los norteamericanos han creído siempre. De repente, los ciudadanos de este país se han hecho hostiles a los bancos, al dinero y a las autoridades responsables de administrarlos. El pueblo celebrará hoy sin duda el levantamiento de nuevas y prometedoras torres en el World Trade Center, pero esa celebración se ve paliada por la cruda e inmediata realidad de un paro de más del 13% en el sector de la construcción.